Osos, ciervos y tigres

Estamos en una celda de caoba
en Ranthambore,
entre los cantos tribales
de unos jubilados británicos,
arenas movedizas,
antorchas
y la acidez en la garganta
de un Bloody Mary.

Y entre las rejas
nos observan los osos,
los ciervos y los tigres,
que conviven en libertad
en un refugio.

No saben por qué están allí,
ni si existe una expresión mayor
de libertad,
y mientras los ciervos pastan
la ignorancia
de ser devorados,
los turistas, como nosotros,
bordean los senderos
levantando el polvo con un Jeep,
tratando de retratar
una buena estampa.

Alguien dejó al ciervo allí
para calmar el hambre de los tigres,
y esa terrible realidad
me sobrevino ferozmente,
mientras trabajaba desconcertado
frente a la pantalla.

Lejos,
entre los mil disfraces del destino
que señalan a nuestras espaldas,
recordé a aquella niña en Nueva Delhi
que escribió vahos inteligibles
sobre nuestra extranjera ventanilla.

Aquellos diminutos dedos
que clamaron a este altar
de divinidades,
se los tragarán los sumideros
de este mundo,
como aquella noche en la que,
impasibles,
se pusieron los semáforos
en verde.

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